Juventud, Crisis & Naturaleza *
La desintegración de la vida misma está frente a nuestros ojos. ¿Qué será de nosotros, de ti, de mí, de ellos? Pareciera que todo se está carcomiendo a pasos agigantados. Los niños y niñas ya no se asombran, no ven al mundo, ni tampoco se ven a sí mismos. Las ciudades anuncian un lánguido morir, las grandes oficinas sostienen con adrenalina cotidianidades devastadoras, los ríos corren con menor caudal. La creatividad, la bondad y el silencio se nos desvanecieron. Los grandes anuncios carecen de raíz, las promesas de bienestar y justicia se van como el bosque en llamas. El sentido trascendental quedó guardado entre las cenizas del incendio.
En estos diez años he visto pasar a más de mil estudiantes por Parque Escuela Kaikén. Es posible que he nombrado el nombre de cada uno de ellos. He observado y atestiguado sus relatos, sus narrativas, sus gestualidades. Este marzo y abril pasaron más de 100 estudiantes. “Devastadora” fue la palabra que utilizó Candelaria para verbalizar la experiencia que observamos como educadores.
Alberto, con su cara quemada por su madre que estaba internada por adicción. Su padre en la cárcel. Él con evidentes conductas de violencia. Alberto tenía en sus pupilas la bondad de la infancia, todavía brillaban sus ojos al ver la posibilidad de ser parte de un hogar, de una cena con cariño, de una ceremonia para tallar su huella en un tronco seco.
Víctor, con sus cuarenta y algo kilos, con problemas de nutrición, con sus llantos por la abundancia de comida y el miedo a los golpes de su madre por dejar sobras. Víctor ya había migrado dos veces de país y su transitar por el mundo injusto lo llevó a Coyhaique. Su sonrisa se contrastaba con su tristeza por no querer irse. Atesoraba cada momento de la experiencia, como si su cotidianidad le fuera a arrebatar la posibilidad de vivir bien.
Carolina, que no era capaz de verbalizar una reflexión que anunciara cariño o agradecimiento. El garabato, la violencia verbal, la rabia del bullying, su ceguera de un ojo le habían conquistado sus palabras. Ahí estaba a la defensiva, cuidando su integridad, para que nadie le arrebatara la dignidad.
Gabriela, con sus ataques de ira, peleas intencionales y una profunda búsqueda de aprobación, validación y respeto. Con su lenguaje atrofiado por la cultura narco, tapándose la cara en las fotografías para parecer una supuesta niña funada. Ahí ella, intentando surgir en este mundo con la violencia como referente.
Estaban también Sergio o Ingrid, Victoria y otros que representaban un porcentaje muy bajo de los grupos. Ellos siempre bien portados, elocuentes, obedientes. Avergonzados de llegar a decir algo, a expresar que sea un sentimiento, por las posibles burlas de la colectividad. Ellos también orientados a lograr el éxito de un capitalismo en ruinas. Pareciera que nadie les avisó que allí no van a encontrar ni felicidad, ni amparo, ni bondad.
La lista de los cien y de los mil no muestra muchas variables. Las dinámicas se repiten. Ya sea de una población de Santiago, de un barrio alto, de la ruralidad o de donde sean. Las carencias huelen distinto, pero saben igual. La desintegración de la vida misma está frente a nuestros ojos, de forma transversal, dolorosa y significativa.
¿Será que ya no es tiempo de sostener, ni mejorar, ni suavizar la realidad? Es necesario observar con agudeza el presente, ya que muy poco bueno trae consigo. Ya no es posible continuar suturando una realidad inabarcable, desleal, injusta, violenta y, en definitiva, deshumanizadora y desnaturalizadora. Creo que es tiempo de lanzarnos a descomponer todo aquello que deba ser descompuesto. ¿Cuál será el camino para frenar este dolor silencioso, sintiente y real? ¿Cuánto dolor es necesario para que algo cambie?
Es urgente mirar la cotidianidad con una sensibilidad mayor, quitarse el velo inconsciente que nos hace pensar de manera optimista. Es urgente desabordar este buque de inconsistencia. Es urgente hacerse cargo de una vida ecológica, comunitaria y ética. ¿No se lo merecen nuestros niños y niñas? ¿Quién puede dormir tranquilo frente a tanta injusticia?
Aquí escribo esto mirando un paisaje otoñal inmensurable, una laguna quieta como espejo, donde se reflejan lengas amarillas, rojas y verdes. Un paisaje de montañas nevadas, cielos despejados y aves volando. Pareciera que allí queda, de una u otra manera, la memoria impresa de cómo vivieron los nativos anteriormente. Estos paisajes me dan una calma inexplicable y me anuncian el sendero para colaborar a curar la desenfrenada enfermedad moderna que nos atormenta.
Vamos por esos niños y niñas que tienen un presente que abordar, y que no hemos sido capaces de educar.